A menudo me encuentro con el dilema de cristianos cuyas congregaciones no son sanas en la fe: «sé que las cosas están muy mal, pero creo que, en lugar de congregarme en una iglesia bíblica, debería intentar cambiar las cosas desde dentro». A simple vista, podríamos pensar que esta noble intención es siempre legítima o que merece aprobación sin mayor consideración. ¿Quién no desearía que una iglesia recuperase su identidad perdida? Al fin y al cabo, las cartas a los Gálatas o los Corintios tratan con algunos problemas serios que no hicieron desistir al apóstol Pablo. Además, no existe la iglesia perfecta, ¿no es así? Y como se suele decir, si existiera, no deberías ir porque la estropearías.
Sin embargo, la idea de continuar participando indefinidamente de una situación congregacional pecaminosa y desviada de la verdad, no responde a las demandas apostólicas del Nuevo Testamento. La manera en que Pablo aborda los problemas en Galacia o Corinto son precisamente evidencia del fundamento sobre el cual Cristo edifica Su iglesia. Muestran aquello que no puede ser tolerado, haciendo responsables a las propias congregaciones de enmendar sus pasos ante la oportuna corrección bíblica. Legitimar las desviaciones pecaminosas de una iglesia con tolerancia indefinida y buenista no es una opción (1 Co. 5:6; 2 Co. 6:14; Gál. 1:9–10). Y menos cuando nosotros disponemos de todo el consejo de Dios. ¡Cuidado con este comodín de las excusas para legitimar lo ilegítimo!
Por supuesto, una reforma es posible allí donde se está dispuesto a pagar el precio. Mi propia congregación es el testimonio andante de que, en la fiel misericordia de Dios, una iglesia puede dar un giro completo, dejando atrás sus errores y reavivándose cada vez más en celo por la sana doctrina. Entonces, ¿cuál es el factor decisivo para saber cuándo es oportuno perseverar con mansedumbre, y cuándo es momento de salir de en medio de ellos?
La respuesta depende de cuál es la disposición del liderazgo real de la iglesia (por cierto que, en situaciones malsanas, no tiene por qué ser el liderazgo «visible»). Una vez escuché a un compañero de ministerio ponerlo así: «el liderazgo de una iglesia es como la máquina locomotora de un tren. Tú puedes ir al último vagón del tren y empujar en dirección contraria, pero el tren lleva otra dirección y eso no va a cambiar su rumbo». Es la realidad que, a veces por orgullo, estos queridos hermanos no aceptan. El factor determinante depende de esto: ¿quiénes dirigen el rumbo de la congregación, y qué disposición real tienen estos líderes para enmendarse (o desistir de ese rol)? El rumbo de un rebaño depende de sus pastores.
No en vano el mandato de Cristo en relación a los falsos líderes (ciegos guías de ciegos) es: «dejadlos» (Mt. 15:14). Es decir, cuando tienes líderes religiosos invalidando las Escrituras con sus ambigüedades y mandamientos de hombres, la respuesta no puede ser más clara.
Es de vital importancia notar cómo los requisitos para pastores (y diáconos) son reiterados en el Nuevo Testamento (1 Ti. 3; Tit. 1). La congregación debe sujetarse a sus propios pastores (Heb. 13:17), y así permanecer saludablemente comprometida entre sus miembros (Heb. 3:12–14, 1 Co. 5:11), o su fidelidad no prevalecerá.
Una iglesia sin liderazgo bíblico es como una casa sin cimientos: no es un lugar seguro donde permanecer. Somos responsables de determinar bien a qué liderazgo nos sujetamos en el nombre de Dios, y no podemos pasar por alto el diseño de Dios para Su iglesia o «jugar a dos bandas» con ellos, como si Dios fuera a pasar por alto nuestra falta de sometimiento, justificada por nuestra falta de criterio a la hora de congregarnos.
Para ponerlo de manera sencilla, vamos entonces a enumerar las posibilidades:
#1. Cuando el liderazgo de una iglesia (o denominación) está bíblicamente descalificado, y no tiene disposición a abandonar la tarea de «maquinistas», te haces participante de la desobediencia y del descrédito a la Palabra de Dios si permaneces subido al tren.
#2. Cuando la posibilidad de ser tú mismo reconocido como líder (para «cambiar las cosas desde dentro») requiere vender tu integridad a cambio de su agrado y aceptación para llegar a una posición de influencia, o imponer tu ley de manera contenciosa y contumaz, en ambos casos tú mismo te descalificas junto con ellos, agravando tu propia desobediencia.
#3. Por el contrario, cuando el liderazgo de la iglesia está dispuesto (de manera leal, no idealista) a retomar la dirección de sus propios ministerios y congregaciones, porque su deseo es la fidelidad a la sana doctrina, su carácter es la humildad de buenos discípulos de Cristo, y su integridad es capaz de sufrir el precio de una reforma, entonces haces bien en estar dentro porque –querido hermano– lo necesario para el cambio está dentro.
Esta es la verdadera cuestión que debes considerar, y en base a la cual, debes tomar una determinación fiel.